jueves, 30 de abril de 2009

Un lugar llamado Poroy


Sonrisas sinfónicas bailan asombradas detrás de máscaras de realidad: es domingo y Perú simula ser un país feliz.


Tumbas como escenario de un espectáculo festivo. El pueblo, congregado en una quebrada, improvisa alegrías, como en un circo romano.

jueves, 23 de abril de 2009

Vías, progreso y comunicación


En el Reino Unido, las estaciones de trenes guardan semejanzas: techos altos de madera, guardas de metal prolijas y decoradas, y fachadas remozadas. Por ahora, la historia se empecina en no digitalizarse y los nombres propios de las estaciones se leen en carteles antiguos y descascarados, todavía vigentes desde la vez que se tendieron por allí las primeras vías del ferrocarril. Les otorgan un toque agradable, de perdurabilidad, de una escenografía para toda la vida. En el trayecto de Cardiff a Londres hay ocho paradas. Apenas cinco minutos en cada una de ellas bastan para darse cuenta de lo que hay alrededor de un tren: progreso y comunicación. Tal vez como en la Argentina de las épocas coloniales, con el famoso eje comercial Potosí-Buenos Aires; o en un tiempo aún más cercano, hace cincuenta años, cuando la gente se asentaba y vivía en los alrededores de los ingenios y las vías, a un paso de su lugar de trabajo.
Seguir las huellas de los Pumas en su gira previa al Mundial me permitió echar un vistazo a pueblitos jamás imaginados: Bristol, Reading, Plymouth Una experiencia guiada por la curiosidad y el interés. Algo así como disfrutar de Europa desde la ventanilla del tren.
Al salir del Reino Unido y poner el pie en la Comunidad Europea, uno percibe que hubo un aggiornamento generalizado. El antiguo TGV que cruza todo el continente cambió su nombre a Eurostar durante los primeros pasos de la conformación de la Unión. Al tren ya no se lo espera, como en Cardiff, a la vera de las vías, sino en un free shop , como cuando se espera para embarcarse en un avión. Aquí hay wi-fi en vez de cabinas telefónicas, y se dice "tarjeta de embarque" y "check-in", en lugar de "boleto" y "andén". Demasiados cambios, tal vez, pero el mismo sentido: comunicar gente y lugares.
Después de atravesar Francia, se llega a Bruselas, el corazón y sede de las más importantes instituciones de la Unión Europea. Aquí, las estaciones, además de ser más modernas, son mucho más grandes. La globalización hizo que se parecieran demasiado a un aeropuerto.
En América del Sur, mientras tanto, sería imposible pensar un viaje internacional en tren. ¿O acaso se imagina viajar de Buenos Aires a Río de Janeiro? Muy difícil, si ya en Buenos Aires es inconcebible que no existan alternativas para el automóvil y el colectivo para llegar a alguno de los dos principales aeropuertos; o si aún no hubo muestras de un avance en el proyecto de unir Rosario con Retiro en apenas una hora mediante un promocionado tren bala.
Las vías se abren paso en casi todo el mundo. Son un reflejo de tecnología, transporte veloz y comunicación sin fronteras. Es progreso.

viernes, 17 de abril de 2009

Salsa, ron y Che, en pleno Bruselas


La música sale de un rincón y retumba en los adoquines de una calle angosta y oscura. Es una mezcla de rumba y salsa. El aroma a ron actúa como imán y atrae hasta al más abstemio y desprevenido. El bar es pequeño, pero agradable. El español es el idioma dominante. La mayoría son latinos.
"Bienvenidos al Café Che Habana", nos recibe Wanda, con un tono seductor. Por si hace falta aclararlo: el bar es cubano. Abundan fotos y leyendas del Che Guevara. No hay nada de Fidel Castro. Está ausente. "No hay fotos de Fidel porque no somos comunistas", dice Wanda. Sin embargo, a sus espaldas una pared estalla: "Viva la revolución; hasta la victoria siempre".
La otra cara de Cuba está en Bruselas, como puede también estar en Miami o en Buenos Aires. Wanda es belga y se casó con un cubano llamado Melgar. La familia de Melgar aprovechó la situación y saltó las barreras de la prohibición para desembarcar en esta ciudad. Todos viven de las ganancias del bar. Salvo una sobrina que prefiere el anonimato porque trabaja, como muchos otros latinos de por acá, en Amberes, el paraíso mundial de los diamantes, una ciudad donde se radicaron las mejores joyerías y un peligroso mercado negro.
El último familiar de Melgar en huir fue Hiram, otro de sus sobrinos. Hiram tiene 27 años y dejó en La Habana a su esposa y un hijo. Los extraña. Se emociona cada vez que abre la billetera y ve sus fotos. No habla con ellos desde hace dos años, cuando se fue. No puede comunicarse por teléfono ni por Internet. "No, allá en Cuba ella no puede mandarme mails ni hablarme por teléfono. Es imposible."
Hiram no quiere continuar con su relato cuando se entera de que somos periodistas. "Pues si son argentinos, hablemos de fútbol", invita. A él le gusta más Maradona que Pelé, pero nada lo puede tanto como Ronaldinho. "Tiene talento y buen humor", elogia al brasileño.
Es el turno de Hiram de atender la barra. Nos levantamos de la mesa y conversamos con el mostrador de por medio. Hiram encuentra su clímax de inspiración cuando prepara los tragos. Agita las botellas y se mueve al compás de la rumba. Se distiende y la angustia por su familia queda atrás. Una mujercita griega le pregunta acerca del Che Guevara. Ella se sorprende cuando le responde que era argentino y médico. A pesar de tener estampada la cara "crística" y marketinera del Che en su remera, pensaba que era cubano y guerrillero de profesión. Después de corregirla, Hiram le cuenta su historia: "Volveré a Cuba a buscar a mi familia cuando junte dinero y tenga la seguridad de que si vuelvo voy a poder volver a salir". Como Hiram, muchos.

martes, 14 de abril de 2009

El zapato y la luna: una metáfora kirchnerista

La vida le ha dado poco a María. Madre joven y soltera, vive de un plan social, a la vera de las vías del ferrocarril San Martín, entre colchones de basura y cartones.
En la mañana, una vecina se le acerca y la invita a un acto político. Con su hijo en la escuela y sin obligaciones a mano, María acepta tímida y en silencio, esperanzada.
En Parque Norte el telón está bajo. El ruido de un andar presuroso se oye detrás del escenario. Anticipo de que el acto dará comienzo a la brevedad. En una aparición furtiva, la Presidenta se dirige al atril con la mirada en alto, segura de sí misma, reluciente de cabo a rabo, como siempre: peinado exótico, abundante maquillaje, vestida de fucsia y un par de zapatos negros de charol que puntean el piso, hechizando miradas.
Cristina acomoda con sus manos los micrófonos y tose suave, como una introducción. Observa al público, la mayoría gente como María, que ha sido trasladada en micros hasta el sitio de la convocatoria. El discurso trata de anuncios y de proyectos. Es una retórica inflamada de sueños más que de realidades. Los pobres simulan un fervor por esa señora elegante, quien aparenta creérselo, palmeándose el corazón ante los aplausos y el repiqueteo de los bombos.
El cierre del acto se desvía del rigor del protocolo, y Cristina baja las escalinatas decidida a darse un baño de afecto con sus seguidores. María está en la primera fila, con el pecho estampado contra las vallas de seguridad. Un descuido de la dirigente en el último escalón alarma a todos: la Presidenta se ha tropezado. La policía privada interviene con la velocidad de un rayo y el revuelo queda inmediatamente disipado. Asombrada, María sigue con atención la salida de Cristina y advierte que ella ha perdido en un zapato. Entre el gentío, María logra atesorar el calzado entre sus pechos, y levanta la vista algo asustada después del traspié de la Presidenta.
María ha venido guardando el zapato debajo de un roñoso colchón. No sabe qué hacer con él. Se sienta y de codos, sostiene una lenta mirada sobre el lujoso calzado. Luego lo lustra, y así, una y otra vez. En ocasiones, hasta le reza, como a la virgen. El zapato es negro y brilloso, con una etiqueta blanca y radiante en la plantilla que dice “la luna”. Para María simboliza esperanza, aún en las noches grises en la que aquella luz inalcanzable no preside la Tierra. María lleva meses sin moverse de las orillas de las vías. Cree que alguien del gobierno vendrá a ofrecerle algo a cambio del zapato de Cristina. María desea un hogar digno y un trabajo; ese es su sueño de cenicienta desde la primera noche de vigilia. María todavía espera.

jueves, 9 de abril de 2009

Sueños de libertad


Después de atravesar caminos de tierra y asfalto, la entrada a La Paz es como desembarcar en una ciudad oculta, construida en una geografía desfavorable, cuajada entre cerros y quebradas, con casas multicolores que parecen suspendidas unas sobre otras, pendiendo de una ladera rocosa. No era la primera vez que había estado allí, suponía.
El taxi en el que viajábamos era un enorme catafalco negro. Fue por eso que el chofer no pudo entrar por la calle Conquistadores y tuvo que coger por Humboldt hasta Infanta, donde nos bajamos. Caminamos por Conquistadores hacia el Wakamba. El nombre era seudo africano, pero era la cafetería de moda adosada al cine La Rampa. El sitio me resultaba familiar.
Golpeamos la puerta con temor. Un negro de músculos dibujados y mirada de acero nos dio la bienvenida.
¬- Pasen, buenas noches- dijo, casi mecánicamente, con una sonrisa de compromiso.
El bar estaba en penumbras. Apenas la llama tenue de un enorme candelabro permitía proyectar la mirada por los alrededores del salón. Acodados en la barra, unos ancianos compartían en silencio un whisky aguado. A unos pocos pasos, un grupo de jóvenes aturdía con carcajadas ebrias y excitadas, mientras que un mozo hurgaba en su bolsillo para entregarle el vuelto exacto a una pareja de europeos unidos por una melaza romántica. Sus caras me resultaban conocidas. Las de todos.
Regresamos al día siguiente, después de recuperar energías tras un viaje agotador. Golpeamos la puerta, aunque sin la desconfianza de la primera vez. Nos recibió nuevamente el negro de físico atlético. Su mirada ya nos era saludable, pese a sus gestos rígidos y reservados. Era su manera de ser amistoso, intuía. Tomamos una copa en la barra y nos retiramos cuando rayaba el amanecer, como siempre.
Durante años visitamos el Wakamba con la frecuencia con la que uno va al baño. Hasta entonces, no despertaba curiosidades: mostraba un bar remoto, situado en la altura de La Paz, aunque podía estar en cualquier otro lugar del mundo. El chofer y yo nos mirábamos asombrados: no había señales que testificaran que el café contiguo al cine La Rampa se hubiera convertido en la meca del narcotráfico paceño.
Por las noches, los recuerdos se avivaban. Mi memoria se proyectaba a través de esa ventana enrejada y de aquellos empinados muros. Por momentos, me sentía libre y feliz, aunque encerrado y vacío. Observaba con detenimiento mis ojos en el espejo: expresaban nostalgia por un tiempo que no fue. Ese amanecer, el último, en plena vuelta a casa, tomé la calle Conquistadores y sentí un escalofrío paralizante. Titulaba en su portada el diario La Tercera: “A los tiros, dos personas fueron arrestadas por contrabando de drogas en el Wakamba”. Sudaba hielo. Creí que volvía a nacer. Hasta que desperté, frustrado, con un rayo de sol sesgado en la cara que ingresaba a través de ese ventanal de barrotes.