miércoles, 16 de marzo de 2011

Japón: recuerdos del presente

Recuerdo el intenso hormiguero de gente en la esquina de la estación Shibuya, en el corazón de Tokio. La multitud jamás se desbordaba pese a ser miles entre un puñado de metros cuadrados. Hombres y mujeres iban y venían. No había tropiezos, empujones ni exabruptos. Ni siquiera en los subterráneos, donde por los apiñamientos un inspector de guantes blancos se preocupaba de que los pasajeros ingresaran cuidadosamente en el vagón antes de la partida del tren.

Era un sábado de diciembre, hace cuatro años. El invierno japonés era benévolo y la temperatura alcanzaba los diez grados. Después de un paseo por Akihabara, un barrio conocido por los comercios de electrónica, me volví a instalar en Shibuya, un punto de referencia útil para observar rigurosamente las costumbres locales. A ellos, el fin de semana los encontraba acodados en bares que pasaban por televisión lo último de la Liga norteamericana de béisbol, uno de los deportes más populares junto con el sumo y las artes marciales. Ellas, mientras tanto, hacían colas eternas para comprar carteras en Louis Vuitton o tomar un café en alguno de los miles de locales de la cadena Starbucks.

Cuatro años después, el tsunami y una nube ponzoñosa que oscurece el cielo de temor por una crisis nuclear latente alteran al mundo. Pero sobre todo estremecen a los 128 millones de habitantes que residen en esa isla pequeña, aunque económicamente tan vigorosa como cualquier otra gran potencia.

Detallistas, extremadamente respetuosos, cálidos y sencillos. Estas son cuatro cualidades que se reflejan a flor de piel en los japonenses después del apretón de manos. Durante mi visita, que fue de unos 15 días, concluí que estaban condenados a una indefectible perfección. A esa destacable meticulosidad de orfebre apelaron tras Chernobyl, un trágico recuerdo del presente.