miércoles, 27 de mayo de 2009

El adiós eterno de Los Piojos


El “impasse” que anunciaron Los Piojos se entona como una música de despedida. Sus seguidores lo perciben como un adiós envuelto de una melaza de melancolía de la que jamás se podrán despegar. Tal vez, ojalá, sea una parte más de esas estrofas mágicas en las que uno cree que todo es posible, desde ser un fantasma y derrotar al viento, a observar asombrado como el agua baila en manos del sol.
La noche del 3o de mayo se advierte como una melodía esperada y eterna. La luna del sábado se quedará sola como una lágrima sin llanto, con el deseo vivo e intenso de imaginar el regreso de lo que aún no se fue.
Desde esa noche, el ritual piojoso ya no será un concierto de un cantante con mil voces entregadas al ritmo de una canción. El ritual se mantendrá como llamas escarchadas en cada corazón, aunque será un ritual interno y personal. Propio. Será el ritual ideal para rememorar amores furtivos y atardeceres sin ganas. Para recordar amigos y personas que nunca se fueron, que siempre están. Para honrar debidamente a la historia y encontrar en la retórica de una melodía las espadas para combatir al poder, la injusticia y la corrupción. También a la soledad y al desamor. Uno imagina que siempre habrá un ritual, tal vez invisible, llenando de energía el aire, llevándote en él, hacia donde vaya, aquí o allá. En Buenos Aires como en Jujuy.
La entrada número uno para el show del “impasse”, tal vez el último de una banda con veinte años de historia, fue una maravillosa ironía del destino. ¿Casualidad? Sí, mucha. ¿Intencionalidad? Ninguna, en absoluto. ¿Volverán a Los Piojos? Responden ellos, a través del grito eterno de Morella: “…Que no te sorprenda volverme a ver. Mírame bien, puedo morir y una y mil veces renacer…”.

martes, 12 de mayo de 2009

El Angel y la puta

Raquel arrastra su culpa. La angustia la acompaña como el aire, entre paso y paso, junto con su respiración irregular y opresiva. Al cruzar la gigantesca puerta del templo, recuerda lo que alguna vez le dijo su madre: “allí nunca estarás sola”.
Observa con detenimiento los retratos inmaculados que dibujan acciones en las paredes hasta que se posa dura, frente al altar, ante la mirada del Otro, frente al Angel. Pasan minutos eternos de un silencio inalterable. Ella continúa estática, a la orilla de la agonía, tal vez a la espera del perdón, o de la sentencia de la espada.
Se arrodilla ante el Otro, vencida e inútil por la fuerza del pecado. Se recompone con el dictado de plegarias que surgen desde el alma. Sollozos y recuerdos vagabundos retumban en el santuario como oraciones de lamento.
Abandonada por su madre cuando era apenas una quinceañera y víctima del desempleo, Raquel había sido arrastrada a tenebrosos lupanares, en las afueras del pueblo. Todo comenzó por una equivocación. Fue durante un derrotero por bares nocturnos lo que la condujo a un laberinto oscuro, iluminado sólo por la confusión: un hombre de aparente buen vivir intentó seducirla con una propuesta que rayaba la indecencia, confundiéndola con una prostituta. Las necesidades económicas la hicieron acceder, sin saber que estaba dando un salto al vacío. Sucumbió por años ante las manipulaciones perversas y un descreimiento tozudo sobre el amor. Los sentimientos mercenarios la envolvieron de dinero hasta que decidió enfrentarse al oprobio del llanto y a las falsas apariencias. Desde entonces, multiplicó su afán por retomar la antigua vida, aquella que consideraba digna y que ya no asomaba en el horizonte como una esperanza absurda.

Lleva horas de rezo, de imaginarse el perdón, arrodillada, en medio de la penumbra de un enorme templo, apenas iluminado por las llamas de dos candelabros que escoltan el altar. Raquel mitiga su duelo con la imprecisa reflexión de que jamás volverá a ser la mujer de un hombre. Está dolida, con ella misma, también con el amor.
Un terremoto sentimental la sacude, constante, y siente un abismo entre sus pies. Escucha cerca de su oído la compañía de las palabras de su madre y se aferra a la oración, como nunca antes. De su boca cae una súplica que se desvanece en el silencio: “Señor, que al cabo de mis días en la Tierra yo no deshonre al Angel”.

El texto fue inspirado en el poema "El Angel", de Jorge Luis Borges

miércoles, 6 de mayo de 2009

Sonrisas y guantes blancos


De impecable guantes blancos, un japonés le dio apenas un empujoncito en la espalda a otro para que se subiera al subte, en Tokio. Fue una actitud amable del operador de la estación Mejiro, suponemos, por el agradecimiento final del viajero. Después nos enteraremos de que existe un hombre que trabaja para empujar a los usuarios cuando los vagones circulan atestados. Una falla de cálculo hizo que recurriéramos al taxi tras un largo recorrido en tren. Al menos habíamos avanzado el kilométrico trayecto desde el aeropuerto de Narita hasta el centro de la ciudad. Se detuvo el auto en la esquina y la puerta se abrió automáticamente. El chofer, de guantes blancos, no comprende inglés, pero para el GPS no hay idioma imposible.

El tiempo se había tornado un espejismo. Nos parecía que el día duraba más de 24 horas y que la noche jamás llegaría. Los trastornos del sueño atentaban contra la capacidad de absorber las primeras brisas en Oriente. Finalmente, como pudimos, desembarcamos en el hotel. Un muchacho de guantes blancos nos ayudó con las maletas a cambio de una sonrisa; no aceptó la propina. Aún no sabemos por qué. Tal vez fuimos mezquinos o quizá sea una regla de la empresa. O tal vez aquí se pague con sonrisas. Una mueca de felicidad se intuye de muchas maneras cuando el idioma es una barrera comunicacional. En los ascensores sonríen, en el supermercado, en la calle, en todos lados. El japonés vive sonriendo.
Si bien la cama actuaba como imán, nos fuimos del hotel antes de cometer lo prohibido. Cumplimos con lo aconsejado: no dormir de día. Esa, dicen, es la estrategia para adaptarse rápidamente al nuevo huso horario.
En la búsqueda de las acreditaciones de prensa en el Estadio Nacional un soldado se llevó la mano a la sien y nos saludó como si fuéramos generales. Lo palmé en el hombro, como un gesto de que no hacía falta que nos diera la bienvenida de esa manera. Sonrió y volvió a llevarse la mano a la sien. No me había percatado hasta el segundo saludo: tenía guantes blancos.
Con la noche encima y el peso de dos días sin dormir en los hombros, regresamos al hotel, pero a pie. Por la calle paseaban cientos de japoneses con barbijos. Pensé en diferentes enfermedades contagiosas, pero jamás en que evitan así contagiar al prójimo de un resfrío. Mientras tanto, en una esquina había un embotellamiento de autos, pero no se oyó ningún bocinazo. Estábamos decididamente exhaustos, casi demacrados, con bolsas negras bajo los ojos. Tomamos un taxi. La puerta se abrió automáticamente. El chofer nos saludó en inglés. Enseguida se disculpó y de debajo de su asiento sacó un par de guantes blancos. Se los puso con suavidad y nos condujo al hotel. Durante el camino pensé que los japoneses están condenados a una indefectible perfección. Aún no lo puedo afirmar.


Publicado en La Nacion el 9 de diciembre de 2007