martes, 9 de noviembre de 2010

Alan, el guitarrista

Sus dedos dibujaban el punteo de una melodía de amor. Componía música durante horas recostado en el zócalo de la entrada de un edificio en la calle Arcos. A veces se corría un metro, era apenas, hasta el cordón de la vereda, quizás cuando percibía que el vaho del pavimento era una fuente de inspiración de alguna letra olvidada de un blues barrial. Alan le cantaba a la vida. Siempre. Le dedicó estrofas a la luna y a las estrellas. También a los amigos. Hasta le recitaba estribillos imposibles a los borrachos que tomaban hasta rozar el delirio y que peregrinaban ocasionalmente por esas calles de tramos adoquinados.

Con la guitarra criolla bajo el brazo, Alan sentía absoluta libertad. Era un flaco desgarbado que flotaba dichosamente en un abandono espontáneo, aunque siempre lúcido y sutil. El (y su música, cómplice) fue capaz de unir eternamente a dos personas que desde hace más de seis años que no se cruzan y no se hablan, que desde entonces no saben absolutamente nada uno del otro, como un relato de ficción de dos desconocidos ahogados en un espejismo de nostalgia. Alan fue capaz, también, de acunar las noches del barrio con acordes melosos. Fue Alan, en fin, el responsable de las melodías furtivas que suenan mudas cada vez que alguien camina por la calle Arcos.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Kirchner

Pasará el tiempo y quedará grabado ese momento súbito y fatal de un día que se reducía a los números y anécdotas de una soleada jornada de censo nacional. El corazón de un país se arrugó de inmediato cuando se conoció que Néstor Kirchner había muerto. La muerte suele exaltar las virtudes y simular los defectos. Pero no merece debate alguno negar que el abrupto adiós a Kirchner sea un acontecimiento desgraciado para la democracia, como también lo fue el fallecimiento de Raúl Alfonsín. Fue Kirchner, en definitiva, el que en tiempos recientes resucitó de entre las cenizas la autoridad presidencial, extraviada después de la crisis política y económica de 2001/02.
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Raya la medianoche del 27 de octubre. Echo andar calle abajo sin mirar atrás ni una sola vez. Camino por el medio de la avenida Alem con el viento que me golpea en la cara. Esta vez voy sólo. Recuerdo cuando cubrí el mismo recorrido el 25 de mayo de 2003 durante un domingo soleado. Aquella vuelta iba acompañado de mis padres y de dos tíos. Ese día Kirchner había asumido como presidente. Recién ese domingo pude dejar en el olvido aquella imagen que fotografié con ojo de principiante un 20 de diciembre de 2001 en las puertas de un supermercado tucumano, situado en la avenida las Américas, que por entonces estaba rodeado de personas que reclamaban por un pedazo de pan.
Dicen las paredes de la Plaza de Mayo: “Gorilas, ni lo intenten. Fuerza Cristina”. Las leyendas se repiten. Son leyendas que podrían ser en sepia, pero que son actuales. Son escritos que remiten a tiempo transcurrido. La tristeza y la conmoción forman círculos ocasionales de personas que se desconocen. Charlan y comparten el dolor. Y el llanto. Perón es la musa política de muchos de ellos. Lo citan y lo evocan constantemente. Se puede o no compartir con sus enunciados. Percibo una mayoría de jóvenes. Pienso inevitablemente en mis amigos. Recuerdo también viejas clases de historia de la época de la secundaria. Se encienden los relatos de mis abuelos y de mis padres. El peregrino mundo sigue girando en un país cíclico y circular.
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La movilización que provocó en muchos la muerte de Kirchner ubicó a la política en el centro de la escena. Y llamó en silencio y sin obligaciones a una juventud que parecía ajena a la cotidianeidad. Despertó a parte de una generación que no se dejó vencer por la play station y el diálogo sordo de las redes sociales. Ser testigo de este momento quizás marque el fin de una época. Es el fin de la juventud de los brazos cruzados.