miércoles, 6 de mayo de 2009

Sonrisas y guantes blancos


De impecable guantes blancos, un japonés le dio apenas un empujoncito en la espalda a otro para que se subiera al subte, en Tokio. Fue una actitud amable del operador de la estación Mejiro, suponemos, por el agradecimiento final del viajero. Después nos enteraremos de que existe un hombre que trabaja para empujar a los usuarios cuando los vagones circulan atestados. Una falla de cálculo hizo que recurriéramos al taxi tras un largo recorrido en tren. Al menos habíamos avanzado el kilométrico trayecto desde el aeropuerto de Narita hasta el centro de la ciudad. Se detuvo el auto en la esquina y la puerta se abrió automáticamente. El chofer, de guantes blancos, no comprende inglés, pero para el GPS no hay idioma imposible.

El tiempo se había tornado un espejismo. Nos parecía que el día duraba más de 24 horas y que la noche jamás llegaría. Los trastornos del sueño atentaban contra la capacidad de absorber las primeras brisas en Oriente. Finalmente, como pudimos, desembarcamos en el hotel. Un muchacho de guantes blancos nos ayudó con las maletas a cambio de una sonrisa; no aceptó la propina. Aún no sabemos por qué. Tal vez fuimos mezquinos o quizá sea una regla de la empresa. O tal vez aquí se pague con sonrisas. Una mueca de felicidad se intuye de muchas maneras cuando el idioma es una barrera comunicacional. En los ascensores sonríen, en el supermercado, en la calle, en todos lados. El japonés vive sonriendo.
Si bien la cama actuaba como imán, nos fuimos del hotel antes de cometer lo prohibido. Cumplimos con lo aconsejado: no dormir de día. Esa, dicen, es la estrategia para adaptarse rápidamente al nuevo huso horario.
En la búsqueda de las acreditaciones de prensa en el Estadio Nacional un soldado se llevó la mano a la sien y nos saludó como si fuéramos generales. Lo palmé en el hombro, como un gesto de que no hacía falta que nos diera la bienvenida de esa manera. Sonrió y volvió a llevarse la mano a la sien. No me había percatado hasta el segundo saludo: tenía guantes blancos.
Con la noche encima y el peso de dos días sin dormir en los hombros, regresamos al hotel, pero a pie. Por la calle paseaban cientos de japoneses con barbijos. Pensé en diferentes enfermedades contagiosas, pero jamás en que evitan así contagiar al prójimo de un resfrío. Mientras tanto, en una esquina había un embotellamiento de autos, pero no se oyó ningún bocinazo. Estábamos decididamente exhaustos, casi demacrados, con bolsas negras bajo los ojos. Tomamos un taxi. La puerta se abrió automáticamente. El chofer nos saludó en inglés. Enseguida se disculpó y de debajo de su asiento sacó un par de guantes blancos. Se los puso con suavidad y nos condujo al hotel. Durante el camino pensé que los japoneses están condenados a una indefectible perfección. Aún no lo puedo afirmar.


Publicado en La Nacion el 9 de diciembre de 2007

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