martes, 12 de mayo de 2009

El Angel y la puta

Raquel arrastra su culpa. La angustia la acompaña como el aire, entre paso y paso, junto con su respiración irregular y opresiva. Al cruzar la gigantesca puerta del templo, recuerda lo que alguna vez le dijo su madre: “allí nunca estarás sola”.
Observa con detenimiento los retratos inmaculados que dibujan acciones en las paredes hasta que se posa dura, frente al altar, ante la mirada del Otro, frente al Angel. Pasan minutos eternos de un silencio inalterable. Ella continúa estática, a la orilla de la agonía, tal vez a la espera del perdón, o de la sentencia de la espada.
Se arrodilla ante el Otro, vencida e inútil por la fuerza del pecado. Se recompone con el dictado de plegarias que surgen desde el alma. Sollozos y recuerdos vagabundos retumban en el santuario como oraciones de lamento.
Abandonada por su madre cuando era apenas una quinceañera y víctima del desempleo, Raquel había sido arrastrada a tenebrosos lupanares, en las afueras del pueblo. Todo comenzó por una equivocación. Fue durante un derrotero por bares nocturnos lo que la condujo a un laberinto oscuro, iluminado sólo por la confusión: un hombre de aparente buen vivir intentó seducirla con una propuesta que rayaba la indecencia, confundiéndola con una prostituta. Las necesidades económicas la hicieron acceder, sin saber que estaba dando un salto al vacío. Sucumbió por años ante las manipulaciones perversas y un descreimiento tozudo sobre el amor. Los sentimientos mercenarios la envolvieron de dinero hasta que decidió enfrentarse al oprobio del llanto y a las falsas apariencias. Desde entonces, multiplicó su afán por retomar la antigua vida, aquella que consideraba digna y que ya no asomaba en el horizonte como una esperanza absurda.

Lleva horas de rezo, de imaginarse el perdón, arrodillada, en medio de la penumbra de un enorme templo, apenas iluminado por las llamas de dos candelabros que escoltan el altar. Raquel mitiga su duelo con la imprecisa reflexión de que jamás volverá a ser la mujer de un hombre. Está dolida, con ella misma, también con el amor.
Un terremoto sentimental la sacude, constante, y siente un abismo entre sus pies. Escucha cerca de su oído la compañía de las palabras de su madre y se aferra a la oración, como nunca antes. De su boca cae una súplica que se desvanece en el silencio: “Señor, que al cabo de mis días en la Tierra yo no deshonre al Angel”.

El texto fue inspirado en el poema "El Angel", de Jorge Luis Borges

1 comentario:

  1. Que triste la historia. Y peor aún sabiendo que dicha profesión existira hasta el fin de los tiempos...

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