martes, 9 de noviembre de 2010

Alan, el guitarrista

Sus dedos dibujaban el punteo de una melodía de amor. Componía música durante horas recostado en el zócalo de la entrada de un edificio en la calle Arcos. A veces se corría un metro, era apenas, hasta el cordón de la vereda, quizás cuando percibía que el vaho del pavimento era una fuente de inspiración de alguna letra olvidada de un blues barrial. Alan le cantaba a la vida. Siempre. Le dedicó estrofas a la luna y a las estrellas. También a los amigos. Hasta le recitaba estribillos imposibles a los borrachos que tomaban hasta rozar el delirio y que peregrinaban ocasionalmente por esas calles de tramos adoquinados.

Con la guitarra criolla bajo el brazo, Alan sentía absoluta libertad. Era un flaco desgarbado que flotaba dichosamente en un abandono espontáneo, aunque siempre lúcido y sutil. El (y su música, cómplice) fue capaz de unir eternamente a dos personas que desde hace más de seis años que no se cruzan y no se hablan, que desde entonces no saben absolutamente nada uno del otro, como un relato de ficción de dos desconocidos ahogados en un espejismo de nostalgia. Alan fue capaz, también, de acunar las noches del barrio con acordes melosos. Fue Alan, en fin, el responsable de las melodías furtivas que suenan mudas cada vez que alguien camina por la calle Arcos.

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