miércoles, 12 de agosto de 2009

Encuentros


I


- En estos años de terapia, doctor, no percibo un avance. No lo noto. Tengo relámpagos de lucidez, algunos recuerdos fugitivos, pero nada más. Le juro que nada más. Eso sí, extraño a mi hermano Ricardo. Lo extraño como a nadie. ¿Sabe usted que nos criamos los dos solos entre las barricas del puerto? Los dos solos, doctor.
- Sí, me lo ha comentado en más de una oportunidad durante este largo tiempo de charlas. Tengamos en cuenta esta imagen. ¿Qué más podría ampliar?
- Será la infancia. El haber crecido subido a un barco, con Ricardo, el cielo y el océano. Navegamos por años. Prácticamente vivíamos acunados entre olas y silencios. Bajo lunas y soles. Felices. Eramos muy felices, doctor.
- Claro, lo comprendo. Es importante, ese fue su hogar, según sus relatos. Ya lo hemos repasado en otros encuentros. Y, ¿qué hay de sus padres? ¿Qué recuerda?
- Es poco lo que puedo saber. Más ahora, después de tantos años y creer haber perdido la memoria. Eramos muy niños cuando nos dejaron en la puerta del conservatorio Miguel Cané. No hay nada más, doctor. Hasta que una noche huimos con temor hacia el puerto. Allí crecimos con Ricardo. Sentimos el inefable placer de volver a nacer. Yo tenía siete años. Al recuerdo lo guardo como una nostalgia optimista. Sentía que se me habían abierto las puertas de un mundo mágico, no sé…es como si los sentimientos se hubieran barajado de nuevo, como volver a empezar desde el principio. Fue así, realmente, doctor.
- Lo comprendo. Su hermano era dos años mayor, ¿usted cómo lo sentía? ¿Confiaba en el?
- Eramos hermanos. Somos hermanos, doctor. Amigos, también. Inseparables, compinches de toda la vida. No sé. Ahora también lo somos.
- Usted dijo en otros encuentros que en el accidente del verano del 87 se produjo un quiebre. En detalle, ¿qué fue lo que sucedió? ¿Qué recuerda?
- Doctor, disculpe. No puedo seguir. La angustia nubla mis recuerdos. A esto ya lo hablamos, doctor. Se lo conté ciento de veces. Fue esa maldita tormenta. Llovía a cántaros como si se hubieran abierto las compuertas del cielo. Estábamos resignados al extravío de una deriva espantosa. Naufragando en sobre saltos. El cielo estaba gris. Oscuro. Basta, por favor. No quiero hablar más, doctor. No puedo. No quiero.
- Sería bueno que continué. Es importante resolver lo que pasó. Lo ayudará. Inténtelo.
- Disculpe, doctor. Deseo regresar a la habitación. Quiero estar solo, recostarme. Espero que sepa comprender.
- Sí, claro. Disculpe mi insistencia, pero en la mayoría de los encuentros nos detenemos en el mismo episodio. En aquel trágico verano del 87.



II


- Doctor, creo estar seguro. Siento que camino por el filo de un abismo que precede al infierno. No puedo hacer equilibrio, me caigo. Estoy seguro de que me caigo, doctor.
- ¿Quiere un té? Siéntese y cuénteme, por favor. ¿Qué pasa?
- El dolor me abruma, doctor. Es indescifrable. Me duele la cabeza, aquí también –roza suavemente con la mano su nuca- y a veces hasta el pelo. El dolor se acentúa por las noches, cuando la oscuridad me agobia. No logré dormir bien en semanas, que digo, en años. No puedo.
- ¿Tuvo sueños? ¿Pesadillas? ¿Insomnio?
- Desde aquella vez que soñé que surcaba el cielo con mi barco pesquero junto a mi hermano que los sueños se me hacen imposibles de recordar. ¿Lo recuerda, doctor? Sé que los sueños existen, los percibo en mi latido intenso, en las imágenes vagabundas que se me aparecen de Ricardo, siempre intentándome socorrer. Son imágenes, diría furtivas, aunque no se me escapan, y a veces vuelven a aparecer. Son imágenes que dejaron una huella, no sé. Por momentos lo recuerdo todo. Recuerdo aquel trágico naufragio en el verano del 87. ¿Se acuerda, doctor, hace veinte años?
- Hagamos un punto en esta situación. Hablemos un poco más de la muerte de su hermano…
- No doctor, quizás…
- Pero su hermano le tendió la mano, lo ayudó como lo hubiera hecho cualquier otra persona. Era una situación de extrema emergencia y angustia. Estaban en el medio del océano. ¿No fue así?
- Sí, tal vez. Pero si no me hubiera ayudado el podría estar hoy aquí, conmigo. Podríamos seguir navegando como acostumbrábamos, vivir entre las olas… Sin embargo, siento que está. Siento que Ricardo no murió. Lo sueño y lo veo. Me acaricia y a veces escucho su voz. Hasta supongo haber comprobado esto que le digo, doctor. Creo haber leído una crónica de la época que decía: “Dos náufragos se salvaron de un terrible temporal”. El diario lo decía con letras negras y rojas, me acuerdo. Me acuerdo muy bien. Era el título principal.
- Tal vez es una sensación de deseo. ¿Podría ser? Aunque, ¿existen certezas que su hermano realmente murió?
- Sí. Mejor dicho no lo sé. No hay antecedentes familiares. Ni registros, supongo. Yo me levanté después de meses en el hospital, recostado en la soledad, rodeado de amables enfermeras. Algo desorientado. Y ahora sigo acá, con usted. Estoy acá con usted, doctor.
- Entonces habría que indagar, quizás sea hora de conocer la verdad...


III



El sol se iba alzando, implacable, hacia lo alto del cielo. El aire estaba limpio y sin nubes. La luz ingresaba sesgada por el ventanal de la habitación.
Un sentido ardiente de esperanza me había levantado de la cama. Tomé mis ropas y observé a mí alrededor. El olor del hospital remitía a museo, a pasado, a tiempo transcurrido. Abrí la puerta y comencé a caminar por los pasillos del lugar. Llegué hasta la salida. Era un portón amplio y arqueado. Nunca había llegado hasta allí en veinte años. Me opuse a continuar como si hubiera echado un ancla. Retrocedí y fui en busca del doctor. Apuré el paso en algún tramo, tal vez impulsado por la ansiedad.

- Doctor, creo que sí. Creo que es momento de salir del hospital. De romper el letargo. ¿Qué dice? ¿El mundo habrá cambiado? Voy a buscar a mi hermano en el cielo, o en el infierno, ¿quién sabe? ¿A dónde lo buscaría, doctor? Tal vez decida conocer el mundo y salir del encierro. O, quizás, conoceré la muerte. Aún no lo sé.

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