domingo, 12 de julio de 2009

CASINO

Una billetera sonriente, desbordada de dólares observaba a John con atención desde aquella noche lluviosa en la que regresara triunfal del casino de los suburbios de Varadero. Solía viajar allí seguido, atraído por los secretos del azar. Sus victorias se repetían como un estigma de hombre millonario más que por inesperados golpes de suerte.
En su última noche de euforia había conocido a Ana, una crupier salvajemente astuta para interceder en las cuestiones del azar. Ella fue cómplice de una jugada millonaria, tal vez intuyendo que se anticipaba el final. Ana conocía de buena mano sobre el inevitable desembarco revolucionario y, en consecuencia, del posible ocaso de una isla sumida en las libertades de la corrupción, el juego y la prostitución. Ana sabía, en definitiva, que el gobierno de Batista tenía los días contados.
Unos días más tarde, una acumulación de dolor empujó John al sótano de la soledad. Cayó a los tumbos, hasta que una mañana gris se miró al espejo, aturdido por un pesar insoportable. Sucumbió ante el lúcido reflejo que le ofreció su desdibujada silueta, en un salón casi en penumbras. ¡Crash! Vio que su puño sangraba y explotó el espejo con un segundo impacto, contundente, hacia el centro de la angustia. La imagen de su figura, algo distorsionada por los vidrios rotos, despuntaba el retrato de un alma hecha pedazos.
La lentitud del tiempo, que a veces camina a contra reloj, lo desesperaba, aunque continuaba inmóvil, sin reacción, como estaqueado al sufrimiento. John mitigaba su duelo con la imprecisa reflexión de que huiría a sitios donde el juego fuera legal. Insistía con ese pensamiento una y otra vez, recostado en su fortuna.
Ana había sido quien le abrió a John las puertas al cautivante mundo del azar, hacía casi una década. Fueron años de recorrer en su Mercedes Benz los 93 kilómetros que separaban La Habana de Varadero. Jamás John imaginó que el hábito a las apuestas podía constituirse en un castigo tan filoso como una sevillana. Sumergido en la angustia, ahogado en la impotencia, decidió aislarse en su más profunda soledad. Se escondió hasta de Ana, que lo buscaba desesperada por las calles de La Habana. John la evitó varias veces, quizás con ánimos de desafiar esa nostalgia por antiguos e inesperados golpes de la suerte.

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