viernes, 27 de febrero de 2009

La Plaza de la Memoria


La Plaza de la Memoria es apenas un paseo gris de 25 metros de largo, como una calle sin salida, con un principio y un fin. El lamento por las 194 víctimas de la tragedia en el boliche República de Cromañón se adueñó de un pedazo de la vieja estación de trenes de Once y situó allí “el santuario de nuestros ángeles del rock”, como lo indica un cartel oscuro con letras blancas, que indica el acceso al lugar.
Un mensaje en la puerta de entrada advierte que la visita “es libre y gratuita”. El dolor parece no tener precio. Un policía merodea dando giros y vigila atento en caso de que un imprevisto altere la calma de un paisaje de nostalgia, alumbrado por el aura de la muerte. Cruces de madera y miles de flores marchitas abatidas por tanto llanto custodian un escenario preso del sufrimiento. La llovizna es tenue y el cielo está plomizo. El silencio agudiza la emoción. Apenas se escucha a la distancia el mal humor del tránsito.
La pena trasciende los límites de la plaza. Al salir, en un costado, las hileras de butacas carbonizadas y un paredón atestado de nombres y fotografías que reflejan el mágico encanto de la vida interrumpen el paso en la esquina de las calles Mitre y Ecuador. Los semáforos encienden luces en vano, ausentes del tiempo real. Sostenidas por cables que cruzan la zona, cientos de zapatillas cuelgan desde el cielo y son testigos permanentes de las leyendas de recuerdo y amor que acampan junto a la desolación.
Una plaza sin árboles. Un sitio construido por la angustia y la impotencia. Un lugar donde convergen sensaciones, historias de vida, y las paredes estallan salpicando sentencias con nombres propios. Un paisaje de escepticismo, sufrimiento y furia que se levanta en homenaje a las víctimas de la desidia y la corrupción. Todavía las lágrimas caen vestidas de bronca. En el corazón del barrio de Once laten con intensidad ánimos de injusticia y dolor. Será así por siempre, como una mancha imborrable en el alma.

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