viernes, 27 de febrero de 2009

Bolivia y Perú, un circuito maravilloso


Desde el paisaje convulsionado de La Paz, una ciudad de tránsito desordenado y con su población apiñada en elevadas mesetas, al silencio nostálgico de la Isla del Sol, en Copacabana, un sitio misterioso, envuelto por cerros y la magnitud del Lago Titicaca como mudos testigos del sosiego. Hay más: la frutilla de la travesía es el desembarco en el Cuzco, con su plaza mística y colonial, los valles sagrados y la asombrosa y legendaria ciudad de piedra inca: las ruinas de Machu Picchu, a tan sólo 130 kilómetros de distancia del corazón turístico de Perú.
El mapa de improvisación que suele desplegar el viajero frecuente se altera con un sendero trazado por el boca a boca, surcado por la experiencia y la recomendación. Elegido por miles de jóvenes argentinos, la mayoría de entre 20 y 30 años, el circuito Bolivia-Perú resulta atractivo e interesante, más allá de ser un recorrido económico, sobre todo en lo relativo a gastos de comida y alojamiento.
La mirada argentina se tropieza en la frontera con Bolivia ante un paisaje de ambigüedades. El paso internacional La Quiaca-Villazón son veinte cuadras de tiendas para comer pollo y arroz en las que conviven un peregrinar de mochilas cargadas de ocio e ilusión. Los viajeros terrestres deben soportar la precariedad de un país que parece vivir en estado de alerta, con escasas carreteras asfaltadas y señalizadas, lo que provoca que un recorrido de unos 600 kilómetros pueda tomar más de veinte horas en ómnibus. Si bien el costo del viaje sufriría una suba presupuestaria, indagar por promociones aéreas no es una opción para nada desechable. Se gana tiempo y confortabilidad, siempre y cuando ayude el humor de los vuelos y aeropuertos.
Primera parada: La Paz
Después de atravesar caminos de tierra y asfalto, la entrada a la La Paz es como desembarcar en una ciudad oculta, construida en una geografía desfavorable, cuajada entre cerros y quebradas, con casas multicolores que parecen suspendidas unas sobre otras, pendiendo de una ladera rocosa. El descenso desde El Alto, el punto máximo, a 4200 metros sobre el nivel del mar, hasta el corazón urbano, es por una carretera zigzagueante y sinuosa. Una vez abajo, en Plaza Murillo, la sede del gobierno central, no sólo la altura disminuye considerablemente (3650 metros), sino también la temperatura; la diferencia entre un lugar y otro puede variar hasta en ocho grados, según cuentan los lugareños.
Los alrededores a la Iglesia San Francisco es el sitio más concurrido por el visitante. Es una zona de hospedajes económicos (entre 5 y 10 dólares el día), con calles angostas y empinadas, pobladas de tiendas de artesanías. El mercado de las brujas es una excusa válida para un paseo distendido, además del Museo de la Coca y la variada oferta gastronómica que se ofrece a lo largo de un tendido de puestos callejeros que se extiende por unas cinco cuadras. Aquí, la mayoría come en la calle, sentado en el cordón de la vereda, con la falda como mesa de un banquete.
Los latidos del progreso no llegaron con intensidad a La Paz. Una gran mayoría de personas, muchas de ellas ancianas, cargan mercancías en sus espaldas, en un peregrinar eterno de precariedad. La diferencia social y de ingresos es acentuada, y el abanico urbano más vigoroso económicamente es un puñado de barrios ubicados en el sur de la ciudad.
Más allá del recorrido por el centro, es recomendable una escapada al Valle de la Luna, a media hora de la ciudad y desde donde se podrá apreciar una bonita vista panorámica. Otra opción cercana, a unos 100 kilómetros, y de la que nadie se arrepentirá, es visitar Coroico, un pueblo de clima húmedo y que está enclavado en la yunga boliviana. Este sitio ganó popularidad por su ruta sinuosa, conocida como “la vía de la muerte”. Pero Coroico es mucho más: es el músculo productivo del cultivo de coca y cítricos, además de poseer grandes parcelas de café, frutillas y bananas. Aquí el verde solemne comulga con un paisaje de ensueño, a veces empañado por tristes nubarrones tropicales que limitan cualquier actividad recreativa al aire libre, como puede ser rafting o echarse camino abajo en bicicleta.
En un viaje, tal vez, no sea válido calcular cuántos días de estada se merece cada lugar. El tiempo lo gobierna la improvisación y los estados de ánimo. Por eso, una buena manera de continuar el viaje es trasladarse a Copacabana, un pueblo recostado a la vera del Lago Titicaca, que cuenta con una Catedral imponente y radiante, construida en el siglo XVI.
Segunda parada: Copacabana y la Isla del Sol
Nada tiene que ver la Copacabana boliviana, situada a tres horas en bus desde La Paz, con el encanto de las playas cariocas de Ipanema o Leblon. El idioma portugués se escucha de a ratos, con acento turístico, y aquí no existe el mar: hay cerros, quebradas y el Lago Titicaca, con su extensión de más de 8300 kilómetros y ubicado a 3900 metros de altura.
El origen de la palabra Copacabana son los vocablos aymarás Khota Kahuan, que significan “mirador del lago”. Y es así: el pueblo descansa sobre las suaves colinas de la costa del Titicaca, indiferente a la mirada turística. Durante el imperio Inca aquí funcionó un centro de observación astronómica, casi un lugar sagrado.
También muchos de los visitantes desconocen que Copacabana fue el punto de partida de la ruta del Che Guevara en su afán de extender la revolución cubana en territorio boliviano. Aquí, desde algunas paredes, la mirada eterna y rebelde del guerrillero argentino continúa viva, pese a su intento frustrado.
En sí, el pueblo no ofrece mucho para el visitante. Son veinte cuadras de tiendas y bares, con una plaza central y la Catedral como punto de referencia. Recibe miles de creyentes que visitan a la virgen de Copacabana, pero el resto está de paso, camino a la Isla del Sol o a la vecina ciudad peruana de Puno.
A la Isla del Sol se accede a través de embarcaciones que descansan amarradas a la orilla del lago. Es un viaje de unas dos horas, con un costo de 15 bolivianos, unos 2 dólares.
El ronroneo intenso del motor del barco irrumpe el silencio furtivo de navegar en el Titicaca. Cerros e islas son testigos de un lago azulado y cristalino, que está en movimiento, casi a la escala de las nubes. La mirada se sumerge nostálgica en el agua, avivando recuerdos.
Uno debe pagar ni bien apoya el pie en la Isla del Sol. La comunidad Yumani habita sus tierras y es la que exige el pago de un bono de bienvenida, una de las fuentes de financiamiento para preservar el medio ambiente y el cuidado de la isla. De Sur a Norte, al derecho y al revés, es un lugar ideal para largas caminatas y visitar la roca sagrada, en la cúspide. Pero también es un espacio perfecto para contemplar y descansar, para admirar un paisaje que genera suspiros maravillosos. En una de sus costas, presenta una playa imponente, aún virgen, a pesar de que las huellas humanas de a poco van apropiándose de ella.
Por la noche, la melaza de nostalgia abriga, protege de un viento frío que golpea desde el lago. Los hostales son un buen refugio, también económicos, pese a que algunos deciden acampar en las orillas. Hay unos pocos bares, pero la mejor alternativa la ofrecen las casas de los lugareños: truchas a la parrilla, hechas al momento, quizás en un viaje veloz del lago a la cocina. Comer y dormir bien por diez dólares, aquí es posible.
Para los cultores de la lectura y el sosiego, la Isla del Sol es un estupendo paraje. Es recomendable alojarse un día en la zona Sur y otro día en el Norte. La vegetación no cambia, aunque en el trayecto de un lado a otro, que requiere de unas 4 horas de caminata, los paisajes son conmovedores y emocionantes. Caminar por sus senderos es como hacer equilibrio entre abismos, con el Titicaca y las nubes como precipicios encantadores.
No queda otra que volver a embarcarse para el regreso. Ahora, de la Isla del Sol a Copacabana, donde hay una amplia frecuencia de ómnibus con los destinos más buscados: La Paz o Cuzco, a tan sólo unas diez horas de viaje a cambio de 25 dólares.
Tercera y última parada: Cuzco y Machu Picchu
Echar raíces en el Cuzco es como plantarse en el corazón turístico de un país que supo interpretar el potencial y los tesoros arqueológicos con los que contaba. A unos 1165 kilómetros de Lima, Cuzco es el sitio elegido por los turistas, es la ciudad de paso obligado antes de visitar las ruinas de Machu Picchu, acreedoras con las de la ley de ser Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
En Cuzco todo conduce hacia la plaza central, la Plaza de Armas. Es el punto de encuentro, es la voz cantante de un pueblo que no reniega de sus ancestros. En sus alrededores, bares y cafés mantienen su aire autóctono y colonial, con balcones como testigos privilegiados de lo que sucede en el centro neurálgico del pueblo. Hasta la cadena de comidas rápidas Mc Donald´s debió soportar restricciones arquitectónicas para abrir una sucursal en el cinturón gastronómico que rodea a la plaza. Aquí aún hay lugares que se resisten al embate del progreso, que conservan su identikit color sepia, como esas calles empedradas, o esos carteles escritos en lengua quechua.
Es conveniente, diría casi obligatorio, adquirir el boleto turístico. Es un pase que permitirá el acceso a los museos, iglesias y al valle sagrado Inca. Cuesta 130 soles (poco más de 40 dólares), o la mitad en caso de ser estudiante. A recomendar: el museo de Arte Contemporáneo, el Regional y el mercado central, donde se pueden comer todas las especialidades locales a un precio considerable.
El clima en las ciudades andinas suele ser tan inestable como los sentimientos: de un furioso aguacero, que incluye hasta disparos de granizo, se puede pasar a un sol cálido y sonriente hasta el atardecer. En tiempos de lluvia, un buen refugio es la Catedral, construida en 1539 y aún de pie e implacable, pese a soportar ocho terremotos. La iglesia conserva su estilo barroco en el interior y su fachada está salpicada de aires renacentistas. Símbolo de fe y esperanza, la Catedral, recostada sobre la Cuesta del Almirante, custodia desde sus escalinatas los latidos de la ciudad, de la Plaza de Armas, de todo el Cuzco.
Para los más entusiastas, la noche cusqueña ofrece un variado abanico de alternativas. Desde bares y restaurants, a boliches y pubs. Los sitios de mayor concurrencia están en los alrededores de la plaza central, o en la Cuesta de San Blas, una calle angosta y misteriosa, de visita obligada.
En el centro de Cuzco uno recibirá la información y los paquetes en oferta para visitar las ruinas de Macchu Picchu, cuyo valor de ingreso es de 124 soles, unos 40 dólares. La alternativa más conocida es el Camino del Inca, que requiere de cuatro días de caminata y campamento previo al desembarco en territorio sagrado. En caso de elegir éste, es conveniente reservar con atenuación. Es cuestión de consultar, y elegir lo más conveniente de acuerdo al tiempo y bolsillo.
Llegar al Machu Picchu (montaña vieja, en quechua) es como ingresar a una ciudad de piedra que hace equilibrio entre las nubes. Es un sitio verde y gris, rocoso, aunque parece de cristal. Son ruinas misteriosas, con unos pocos secretos alcanzados a develar únicamente por huellas del pasado, o por la geometría y los trazados de alguna piedra maravillosa. El ronroneo del río Urubamba, abajo, en las laderas, es cómplice de un capricho de la arqueología, de una ciudad levantada por la sabiduría y el instinto de los incas, quienes huían desesperados de los vientos de conquista españoles.
Considerada una obra maestra de la arquitectura y de la ingeniería, Machu Picchu fue construida entre 1400 y 1500. “Era un templo sagrado, ocupado por gente noble, que se defendió de los ataques colonizadores”, instruye Pedro, uno de los cientos de guías que ofrece sus servicios a lo largo del recorrido. Es vital hacer la visita acompañado por uno de ellos.
Rodeada de cerros, la ciudad encuentra su icono en el Huayna Picchu, aquella montaña de pico espigado que vislumbra en la foto más popular y conocida que haya dado vueltas por el mundo acerca de las ruinas. Escalar Huayna Picchu es un desafío para los visitantes. El ascenso es en plena jungla, escalón por escalón, roca por roca, casi siempre bajo una lluvia constante, con la ropa pegada al cuerpo y algún suspiro de extenuación. No se necesita ser un experto en alpinismo, basta con tener un estado atlético capaz de soportar una o dos horas de esfuerzo. Vale la pena.
La vuelta a casa es lo más costoso. Habrá que echar mano a la paciencia, en caso de regresar por tierra, o apelar a un ahorro y tomar un avión. Quienes cuentan con un dinero de más, podrían estirarse hacia Lima y visitar sus playas: Máncora, Trujillos y Arequipa. Como en todo, para los que prefieren la vida con todo incluido, también hay opciones. El circuito Bolivia-Perú es tan accesible como increíble. Es un viaje conmovedor, inolvidable.

4 comentarios:

  1. Hermoso relato nico!

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  2. espectacular el articulo!!! felicitaciones!!

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  3. un hermoso y precioso articulo Nicolas. Felicitarlo por este nuevo emprendimiento, y por aceptar estos cambios web. Es un crecimiento para usted, por aca podra mostrarle al mundo como piensa, como siente y como escribe. Muchas veces la personita de al lado no lo puede percivir o ver, y estas cosas ayudan.
    Saludos

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  4. nico volvi a vivir mi viaje..senti que estaba en ese maravilloso lugar de vuelta!!!!!suerte en tu nuevo emprendimiento!!!muy buenos tus escritos. besos la jose "decana"

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